Martirologio Romano: En Montreal, en la provincia de Quebec, en Canadá, beata María Emilia Tavernier, religiosa, que, al perder el marido y los hijos, se entregó a cuidar a los necesitados, fundando la Congregación de las Hermanas de la Providencia, en favor de los huérfanos, ancianos y débiles mentales.
Nació en Montreal, Canadá, en el seno de una familia humilde y trabajadora. Pronto quedó huérfana de padre y madre y con 4 años fue confiada a una tía paterna. Con 18 años, Emilia partió para ayudar a su hermano que se había quedado viudo. Lo único que solicitó fue tener una mesa para servir comida a los mendigos que se presentasen; mesa que llamó: “La Mesa del Rey”.
En 1823 se casó con Jean Baptiste Gamelin, un profesional del cultivo de la manzana, y al que dio tres hijos. El matrimonio compartía las mismas aspiraciones hacia los pobres, pero su esposo murió y esto le produjo un profundo dolor, pues había sido muy feliz con él. Encontró en la Virgen de los Dolores el modelo que orientará su vida.
Su casa y otros albergues y casas que fue abriendo, se convirtieron en lugar de acogida de los pobres, que podían ser expresidiarios, ancianos, huérfanos, inmigrantes, parados, sordomudos, jóvenes, enfermos mentales o impedidos... todos conocen bien su casa a quien le dan el nombre de “Casa de la Providencia”, porque ella misma fue una “verdadera providencia”.
Familiares y amigos se reunieron en torno a ella para ayudarla, mientras otros no entendieron semejante dedicación. Obtuvo la aprobación de los sucesivos obispos de Montreal. Se solicitó la ayuda de las Hijas de San Vicente de Paúl, para que pudieran ayudarla, pero el intento resultó fallido, así tuvo que fundar Las Hermanas de la Providencia cuya superiora fue Emilia. Tuvo que soportar las calumnias de alguna de las hermanas, pero se mantuvo unida a la Virgen de los Dolores hasta el heroísmo. La comunidad creción y Emilia murió de una epidemia de cólera en Montreal, dejando a sus hijas un lema: “humildad, simplicidad, caridad, sobre todo caridad”. Fue beatificada el 7 de octubre de 2001 por san Juan Pablo II.
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