Martirologio Romano: En Piacenza, ciudad de la Emilia, beato Raimundo Palmerio, padre de familia, que, al quedar privado de su esposa y de sus hijos, fundó un albergue para recibir a los pobres.
Su madre murió regresando con él de Tierrasanta; Raimundo, quinceañero, llegó sólo a Piacenza y retomó su trabajo de zapatero remendón. Más tarde se casó: nacieron cinco hijos, y todos murieron en poco tiempo. Llegó otro, Gerardo, sano y vital. Pero perdió a su esposa; entonces sus parientes ayudaron a Raimundo a cuidar del pequeño. De nuevo se fue en peregrinación a Santiago de Compostela, a la tumba de san Agustín en Pavía. Después a Roma, con dirección a Palestina. Pero sucedió algo que le hizo regresar a Piacenza: un “aviso” de Dios, una orden en la que debía pensar sobre todo en los pobres de la ciudad.
En aquellos momentos la ciudad había sufrido un importante crecimiento en su prestigio, en el 1095 fue sede de un concilio con el papa Urbano II. En el 1154 y 1158 se reunieron dos Dietas imperiales con Federico Barbarroja. La ciudad se desarrolló, había riqueza. Pero también había pobres. Raimundo comprendió que pensar en ellos era más importante que la peregrinación. Se volcó en este nuevo empeño jugándose la vida. De las urgencias pasó a las obras estables, a las casas para los indigentes, a los hospitales para los enfermos. Pidió, oró, insistió, molestó, buscando los medios para mantenerlos. Afrontaba resuelto todas las contradicciones y pedía: "Ayudadme, cristianos duros y crueles". Estuvo en los tribunales para defender a los pobres diablos de los acreedores; obtuvo excarcelamientos bajo su palabra, se ocupó de los niños abandonados, buscó un refugio o un marido a mujeres en dificultades.
En aquellos momentos la ciudad había sufrido un importante crecimiento en su prestigio, en el 1095 fue sede de un concilio con el papa Urbano II. En el 1154 y 1158 se reunieron dos Dietas imperiales con Federico Barbarroja. La ciudad se desarrolló, había riqueza. Pero también había pobres. Raimundo comprendió que pensar en ellos era más importante que la peregrinación. Se volcó en este nuevo empeño jugándose la vida. De las urgencias pasó a las obras estables, a las casas para los indigentes, a los hospitales para los enfermos. Pidió, oró, insistió, molestó, buscando los medios para mantenerlos. Afrontaba resuelto todas las contradicciones y pedía: "Ayudadme, cristianos duros y crueles". Estuvo en los tribunales para defender a los pobres diablos de los acreedores; obtuvo excarcelamientos bajo su palabra, se ocupó de los niños abandonados, buscó un refugio o un marido a mujeres en dificultades.
A todos enseñó la doctrina cristiana en las casas, en los puestos de trabajo, en la calle. No en la iglesia porque era un simple laico, y además analfabeto. En la iglesia oraba y eso bastaba. Después regresó para molestar a los gobernantes, que al final lo entendieron y ayudaron. Después se dirigió al obispo, porque no criticaba bastante las luchas de las facciones de la ciudad. Intentó impedir un conflicto entre Piacenza y Cremona, y terminó en la cárcel de los cremonense: los cuales le liberaron después con disculpas después de que escucharan de todos: "¡Habéis aprisionado a un santo!".
Como santo lo trataron, cuando murió entre los pobres. Fue sepultado en una capilla junto a la iglesia de los Doce Apóstoles y se confió la custodia de la tumba a su hijo Gerardo. Pronto sucedieron hechos milagrosos. Sus restos se conservan en la iglesia de las cistercienses de Nazareth.
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