(it.: Francesco Caracciolo).
Libre, franco.
Martirologio Romano: En Agnone, del Abruzo, san Francisco Caracciolo, presbítero, fundador de la Congregación de Clérigos Regulares Menores, que amó de modo admirable a Dios y al prójimo.
Se llamaba Ascanio y había nació en Villa Santa María, cerca de Chieti en el reino de Nápoles en el seno de una familia cristiana y aristocrática. Tuvo cinco hermanos de los cuales, cuatro, se hicieron religiosos. Su padre le encauzó en la carrera militar pero, a los 20 años, una grave enfermedad parecida a la lepra, le movió hacer voto de abrazar la vida religiosa si sanaba, y al producirse la curación, marchó a Nápoles para hacerse sacerdote. Renunció a su herencia para estar más libre de las ataduras del mundo. Fue ordenado sacerdote en 1587. En Nápoles, participó activamente con obras de caridad en una Congregación que llamaban de "los Blancos" que se encargaba de la asistencia religiosa a los condenados a muerte y a la consolación de prisioneros y galeotes.
Por una carta que le llegó equivocadamente, conoció el proyecto fundacional de una nueva congregación de Clérigos Regulares Menores, que unía a la vida activa en la caridad aquella contemplativa de la adoración. Su programa, más allá de la asistencia a los condenados, comprendía la educación de la juventud y la institución de eremitorios para los que deseaban dedicarse a una vida contemplativa y solitaria; otra característica principal era la adoración perpetua al Santísimo Sacramento. A los tres votos habituales añadían un cuarto, el de no admitir dignidades eclesiásticas. Lo hace suyo y fue uno de los fundadores, junto con Juan Agustín Adorno y Fabricio Caracciolo. Cambió su nombre por el de su admirado san Francisco de Asís.
Francisco contrajo una grave enfermedad y, apenas se había restablecido, cuando sufrió la pena de perder a su amigo Adorno, que era el superior del Instituto. Enteramente contra su voluntad, Francisco fue elegido para ocupar el puesto vacante; se creía indigno de tomar el cargo y, desde entonces, firmaba a menudo sus cartas como «Franciscus Peccator». Asimismo, insistió en conservar su turno para barrer los cuartos, tender las camas y lavar la loza en la cocina, lo mismo que los demás. Las pocas horas que concedía al sueño, las pasaba sobre una mesa o en las gradas del altar. Sus amados pobres sabían que todas las mañanas podían encontrar a su benefactor en el confesionario. Para socorrerlos, Francisco pedía limosna por las calles, con ellos compartía buena parte de su frugal comida y, algunas veces, en el invierno, se despojaba de sus ropas de abrigo para dárselas. Tres veces pasó a España para impulsar las casas de la Congregación, muy apoyadas por los reyes Felipe II y Felipe III.
Francisco se vio obligado a desempeñar el cargo de superior general durante siete años, a pesar de que sus actividades le resultaban extremadamente fatigosas, no sólo por su salud delicada, sino, sobre todo, porque al establecer y extender la orden, tuvo que hacer frente a oposiciones, desprecios y, a veces, maliciosas calumnias. Cuando al fin obtuvo el permiso del Papa Clemente VIII para renunciar, se constituyó en prior y maestro de novicios en Santa María la Mayor. El trabajo apostólico lo desarrollaba en el confesionario y desde el púlpito; sus sermones, ardientes y conmovedores, versaban tan a menudo sobre la inmensidad de la misericordia divina hacia los hombres, que llegó a llamársele el «Predicador del Amor de Dios». También se afirma que, con el signo de la cruz, devolvió la salud a innumerables enfermos. Su amor a Dios y al prójimo los alimentaba con una fidelidad honda a la oración, al sacrificio y una devoción plena a la Eucaristía y a María; así vivió hasta su muerte.
Francisco en sus últimos meses de vida se vio apartado por un capítulo que atribuyó toda la responsabilidad y el carisma al difunto Adorno. Entonces se dirigió al papa Pablo V, quien reconoció públicamente su papel. Sin embargo no por ello deseó dedicarse a las actividades del gobierno. Realizó una peregrinación a Loreto, donde en una aparición del propio Adorno, le predijo su muerte, que sucedió al poco tiempo en Agnone, a poca distancia del castillo donde nació. Se le atribuye un texto de meditaciones sobre la Pasión para cada día de la semana, “Las Siete Estaciones”. Su cuerpo fue sepultado en Nápoles en la iglesia de Santa María la Mayor.
Su orden de Clérigos Regulares Menores llegó a ser una institución floreciente, pero en la actualidad es casi desconocida fuera de Italia, donde se los llama «Caracciolini». Fue canonizado el 24 de mayo de 1807 por Pío VII. Desde 1969 su culto se ha limitado a los calendarios locales.
Se llamaba Ascanio y había nació en Villa Santa María, cerca de Chieti en el reino de Nápoles en el seno de una familia cristiana y aristocrática. Tuvo cinco hermanos de los cuales, cuatro, se hicieron religiosos. Su padre le encauzó en la carrera militar pero, a los 20 años, una grave enfermedad parecida a la lepra, le movió hacer voto de abrazar la vida religiosa si sanaba, y al producirse la curación, marchó a Nápoles para hacerse sacerdote. Renunció a su herencia para estar más libre de las ataduras del mundo. Fue ordenado sacerdote en 1587. En Nápoles, participó activamente con obras de caridad en una Congregación que llamaban de "los Blancos" que se encargaba de la asistencia religiosa a los condenados a muerte y a la consolación de prisioneros y galeotes.
Por una carta que le llegó equivocadamente, conoció el proyecto fundacional de una nueva congregación de Clérigos Regulares Menores, que unía a la vida activa en la caridad aquella contemplativa de la adoración. Su programa, más allá de la asistencia a los condenados, comprendía la educación de la juventud y la institución de eremitorios para los que deseaban dedicarse a una vida contemplativa y solitaria; otra característica principal era la adoración perpetua al Santísimo Sacramento. A los tres votos habituales añadían un cuarto, el de no admitir dignidades eclesiásticas. Lo hace suyo y fue uno de los fundadores, junto con Juan Agustín Adorno y Fabricio Caracciolo. Cambió su nombre por el de su admirado san Francisco de Asís.
Francisco contrajo una grave enfermedad y, apenas se había restablecido, cuando sufrió la pena de perder a su amigo Adorno, que era el superior del Instituto. Enteramente contra su voluntad, Francisco fue elegido para ocupar el puesto vacante; se creía indigno de tomar el cargo y, desde entonces, firmaba a menudo sus cartas como «Franciscus Peccator». Asimismo, insistió en conservar su turno para barrer los cuartos, tender las camas y lavar la loza en la cocina, lo mismo que los demás. Las pocas horas que concedía al sueño, las pasaba sobre una mesa o en las gradas del altar. Sus amados pobres sabían que todas las mañanas podían encontrar a su benefactor en el confesionario. Para socorrerlos, Francisco pedía limosna por las calles, con ellos compartía buena parte de su frugal comida y, algunas veces, en el invierno, se despojaba de sus ropas de abrigo para dárselas. Tres veces pasó a España para impulsar las casas de la Congregación, muy apoyadas por los reyes Felipe II y Felipe III.
Francisco se vio obligado a desempeñar el cargo de superior general durante siete años, a pesar de que sus actividades le resultaban extremadamente fatigosas, no sólo por su salud delicada, sino, sobre todo, porque al establecer y extender la orden, tuvo que hacer frente a oposiciones, desprecios y, a veces, maliciosas calumnias. Cuando al fin obtuvo el permiso del Papa Clemente VIII para renunciar, se constituyó en prior y maestro de novicios en Santa María la Mayor. El trabajo apostólico lo desarrollaba en el confesionario y desde el púlpito; sus sermones, ardientes y conmovedores, versaban tan a menudo sobre la inmensidad de la misericordia divina hacia los hombres, que llegó a llamársele el «Predicador del Amor de Dios». También se afirma que, con el signo de la cruz, devolvió la salud a innumerables enfermos. Su amor a Dios y al prójimo los alimentaba con una fidelidad honda a la oración, al sacrificio y una devoción plena a la Eucaristía y a María; así vivió hasta su muerte.
Francisco en sus últimos meses de vida se vio apartado por un capítulo que atribuyó toda la responsabilidad y el carisma al difunto Adorno. Entonces se dirigió al papa Pablo V, quien reconoció públicamente su papel. Sin embargo no por ello deseó dedicarse a las actividades del gobierno. Realizó una peregrinación a Loreto, donde en una aparición del propio Adorno, le predijo su muerte, que sucedió al poco tiempo en Agnone, a poca distancia del castillo donde nació. Se le atribuye un texto de meditaciones sobre la Pasión para cada día de la semana, “Las Siete Estaciones”. Su cuerpo fue sepultado en Nápoles en la iglesia de Santa María la Mayor.
Su orden de Clérigos Regulares Menores llegó a ser una institución floreciente, pero en la actualidad es casi desconocida fuera de Italia, donde se los llama «Caracciolini». Fue canonizado el 24 de mayo de 1807 por Pío VII. Desde 1969 su culto se ha limitado a los calendarios locales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario