Martirologio Romano: En Tortona, de la Liguria, san Inocencio, obispo.
El obispo de Dertona Julián y su diácono Mayodoro, fueron arrestados en la villa Floriana; Julián fue decapitado y Mayodoro consiguió esconderse, mientras Inocencio, con 20 años, fue encarcelado y los bienes de su familia confiscados: corría el año 303 y la Iglesia tortonesa fue disuelta desde los fundamentos, como jamás había sucedido desde su fundación y la sucesión de obispos se interrumpió durante 15 años. Con la paz de Constantino y el fin de las persecuciones en el 313, los cristianos levantaron la cabeza y a Dertona regresó el obispo en la persona del diácono Mayodoro, ordenado por el obispo de Milán san Materno en el 318.
Durante este tiempo Inocencio marchó a Roma para obtener del Emperador los bienes paternos confiscados durante la persecución y obtuvo para su causa el apoyo del papa san Silvestre, que lo ordenó diácono reteniéndolo algunos años consigo y después lo envió a Tortona como obispo, después de consagrarlo personalmente en el 325. Noble, rodeado de la aureola del martirio, acompañado de la bendición del Papa y de la protección del Emperador, Inocencio regresó a su tierra natal, inaugurando una nueva primavera para la Iglesia tortonesa. Se prodigó por confirmar en la fe a los cristianos y para convertir a los paganos. Reorganizó a los fieles de la ciudad y del campo dio por primera ver en la historia una definitiva fisonomía territorial a la diócesis. Después de haber donado sus bienes familiares a la diócesis, se preocupó de instalar en Tortona monumentos de la fe cristiana, que finalmente podía salir con dignidad a la luz del sol; edificó una gran basílica sobre la colina que dominaba la ciudad, dedicada a santos Sixto y Lorenzo como homenaje a los mártires de la Iglesia romana. Luego edificó la iglesia de los Doce Apóstoles, la de San Estebán. Edificó el baptisterio y la iglesia de Santa María. Donde estaba la sinagoga, que hizo demoler, construyó la catedral.
Durante este tiempo Inocencio marchó a Roma para obtener del Emperador los bienes paternos confiscados durante la persecución y obtuvo para su causa el apoyo del papa san Silvestre, que lo ordenó diácono reteniéndolo algunos años consigo y después lo envió a Tortona como obispo, después de consagrarlo personalmente en el 325. Noble, rodeado de la aureola del martirio, acompañado de la bendición del Papa y de la protección del Emperador, Inocencio regresó a su tierra natal, inaugurando una nueva primavera para la Iglesia tortonesa. Se prodigó por confirmar en la fe a los cristianos y para convertir a los paganos. Reorganizó a los fieles de la ciudad y del campo dio por primera ver en la historia una definitiva fisonomía territorial a la diócesis. Después de haber donado sus bienes familiares a la diócesis, se preocupó de instalar en Tortona monumentos de la fe cristiana, que finalmente podía salir con dignidad a la luz del sol; edificó una gran basílica sobre la colina que dominaba la ciudad, dedicada a santos Sixto y Lorenzo como homenaje a los mártires de la Iglesia romana. Luego edificó la iglesia de los Doce Apóstoles, la de San Estebán. Edificó el baptisterio y la iglesia de Santa María. Donde estaba la sinagoga, que hizo demoler, construyó la catedral.
Inocencio tenía una hermana, que tomó, según costumbre de la época, el mismo nombre que su madre: Inocencia; deseosa de consagrarse al Señor, vivió en oración y caridad junto a su hermano. Inocencio construyó para ella un palacio; a Inocencia se le unieron otras mujeres que tenían los mismos ideales y que formaron el núcleo de lo que, algunos siglos después, cuando la vida religiosa se había reafirmado y organizado en la Iglesia, el monasterio de Santa Eufemia.
La gloria más grande atribuída a Inocencio por la tradición tortonesa es el hallazgo milagroso del cuerpo del primer obispo y mártir de Tortona: san Marciano. Lleno de alegría, Inocencio sustituyó la primitiva tumba por una grandiosa basílica, que después será la importante abadía de San Marciano. Inocencio murió después de gobernar su diócesis durante 28 años y dejarla grande y floreciente, fecunda en santidad y firme en la fe, hasta tal punto que su sucesor, Exuperancio, fue uno de los más enconados enemigos de la herejía arriana, junto con san Ambrosio y san Eusebio.
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