(Mateo Gimarra, Mateo Guimer. it.: Matteo Guimerà di Agrigento).
Don de Dios.
Mateo de Gallo Cimarra nació en Agrigento, de padres oriundos de España. A los 18 años se hizo franciscano conventual; en España se doctoró en Filosofía y Teología, fue ordenado sacerdote en 1400. Enseñó a sus hermanos de religión en España por espacio de cuatro años.
Cuando san Bernardino de Siena comenzó su apostolado por toda Italia, Mateo parte de España y se va a Siena, donde es acogido por san Bernardino como compañero de apostolado y franciscano observante. Los dos trabajan juntos por unos 15 años en la difusión del culto al Santísimo Nombre de Jesús y la devoción a María, y se empeñaron en volver al primitivo ideal a la Orden franciscana. Edificó muchos nuevos conventos, centros de espiritualidad franciscana. En 1443 fue elegido provincial de Sicilia, que contaba con 50 conventos, de los cuales 38 llevaban el nombre de Santa María de Jesús.
Con el Santo Nombre de Jesús recorrió la Sicilia, predicó el Evangelio, recordó a los sacerdotes su dignidad, reavivó la fe del pueblo, convirtió pecadores; su predicación fue confirmada por milagros. Fue maestro y forjador de santos, a quienes quiso como colaboradores: Juan de Palermo, Cristóbal Giudici, Gandolfo de Agrigento, el beato Arcángel Piacentino de Calatafimo, Lorenzo de Palermo y la beata Eustoquia Esmeralda Calafato. San Bernardino de Siena había sido acusado de herejía ante el papa Martín V por haber predicado el culto al Nombre de Jesús. El beato Mateo y san Juan de Capistrano defendieron enérgicamente al gran maestro. Y el proceso concluyó en triunfo del acusado.
Eugenio IV lo nombró obispo de Agrigento en 1442, y fue consagrado el año siguiente. Desarrolló una intensa actividad; reformó su rebaño, extirpó los abusos, restauró la disciplina, destinó a los pobres las ricas rentas de su obispado, combatió la simonía. Fue injustamente acusado ante Eugenio IV, quien lo llamó a sí, y reconoció su inocencia. Después de tres años de episcopado, renunció a la diócesis y obtuvo permiso del Papa para volver al convento en Palermo, donde vivió los últimos años en oración y soledad, dando ejemplo de admirables virtudes. Tenía 71 años cuando murió. Su sepulcro se hizo célebre por los frecuentes milagros. Aprobó su culto Clemente XIII el 22 de febrero de 1767.
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