Severo, austero.

Había gobernado sabiamente su comunidad por muchos años, cuando, en 504, Clodoveo, el primer rey cristiano de Francia, que hacía dos años sufría de una dolencia que sus médicos no habían podido curar, envió a su chambelán para que condujera al santo a su corte, pues había tenido noticias de las curaciones maravillosas obtenidas por sus oraciones. Severino se despidió de sus monjes, diciéndoles que nunca más los vería en este mundo. En su viaje curó a Eulalio, obispo de Nevers, que por un tiempo había estado sordo y mudo, y también curó a un leproso en las puertas de París. A su llegada, logró que el rey recuperara totalmente la salud cubriéndolo con su propia capa.
Cuando San Severino regresaba hacia Agaunum, se detuvo en Cháteau-Landon en el Gâtinais, con dos sacerdotes que servían a Dios en una capilla solitaria, a quienes llamó la atención por su santidad, sin saber ellos quién era su huésped. Previo su muerte, la que acaeció allí poco después. La hermosa iglesia de San Severino en París se llama así en su honor y no por el ermitaño del mismo nombre. Pero estos hechos no han sido confirmadas por pruebas históricas convincentes.
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