Martirologio Romano: En la ciudad de Gondar en Etiopía, beatos Agatángelo (Francisco) Nourry de Vendôme y Casiano (Gonzalo) Vaz López-Netto de Nantes, sacerdotes de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos y mártires, que en Siria, Egipto y Etiopía buscaron reconciliar con la Iglesia Católica a los cristianos separados, pero, por orden del rey de Etiopía, fueron ahorcados con los cíngulos de sus hábitos y lapidados.
Agatángelo nació en Vendôme en 1598, en el seno de una familia potentada. Se llamaba Francis Noury. Ingresó en la Orden de los Menores Capuchinos en Le Mans. Después de la profesión solemne, pasó al convento de Poitiers para terminar la carrera eclesiástica. Allí encontró un excelente maestro y guía del espíritu en el célebre padre José de Tremblay (de París); y luego fue enviado al convento de Rennes, para terminar los estudios teológicos y recibir el sacerdocio. Inició sus trabajos predicando la cuaresma de 1626 en su ciudad natal, más tarde, recorrió el Poitou en una gira de fecundo apostolado. Fue un gran predicador.
Fue enviado como misionero a Siria. La palabra expresiva y fogosa de Agatángelo, la virtud que resplandecía en todas sus obras, le iban abriendo los caminos difíciles. Con perfecto dominio del árabe, atraía a su púlpito a una muchedumbre ávida de escuchar la palabra de Dios en su propio idioma. Pero muy pronto la contradicción y la envidia hicieron imposible el apostolado de los capuchinos en Alepo.
Con el alma destrozada, la obediencia le destinó a las misiones de Egipto. El padre Agatángelo permaneció ocho meses en Palestina; y fue tan copioso el fruto que recogió que con justicia se le ha llamado el apóstol del Líbano. En 1633 llegó a El Cairo, donde los capuchinos tenían un hospicio de reciente fundación. Si en Siria había encontrado un montón de ruinas espirituales, en Egipto no era menos desastrosa la situación. Los monjes coptos estaban separados de la fe de Roma, y habían arrastrado consigo a todo el pueblo sencillo y piadoso.
El padre Agatángelo comenzó al punto la dificultosa tarea de someter a los monjes cismáticos a la obediencia de la fe católica, el padre Agatángelo se hizo el personaje más popular de El Cairo; las gentes corrían tras él y oían sus bellos discursos y se dejaban subyugar por su virtud extraordinaria. El capuchino era modelo de prudencia y de caridad; monjes y fieles reconocían la bondad de su corazón y los sólidos argumentos de su doctrina; el apóstol recorrió los numerosos monasterios de Egipto, llegando hasta la Tebaida, cuna del monaquismo primitivo, y en todas partes consiguió notables y seguras conversiones.
Allí se unió con otro capuchino Casiano de Nantes que había nacido en 1607 en Nantes (Francia). Sus padres eran portugueses: así lo atestiguan sus apellidos López-Netto y Almeras. En el bautismo, su padrino y tío le puso por nombre Gonzalo Vaz. A los diecisiete años, abandona el mundo y sus quimeras, y toma el hábito capuchino en el noviciado de Angers, con el nombre de fray Casiano de Nantes. Es humilde, sin acordarse de sus brillantes triunfos pasados; es mortificado y obediente, como lo sabe muy bien el padre maestro que le ha sometido a tremendas contradicciones.
Tres años más tarde, sigue sus estudios de Filosofía y Teología en el convento de Rennes, el mismo que, dos años antes, había presenciado la partida del padre Agatángelo de Vendôme para las misiones de Siria. En 1631, el padre Casiano termina sus estudios y es ordenado de sacerdote. Sus primeros pasos en el nuevo estado son los de un héroe de la caridad por su asistencia a los apestados.
Por aquellos días, el padre José de Tremblay, andaba en sus afanes por buscar misioneros de sólida formación espiritual y científica para la evangelización del Oriente. Avezado a distinguir el oro fino de sus imitaciones falsas, eligió a los padres Casiano de Nantes y Benito de Dijón, para las misiones de Egipto.
Estaban ambos misioneros dedicados con alma y vida a su intensa labor, cuando llegaron a El Cairo las noticias dolorosas de una sangrienta persecución contra los católicos en el vecino reino de Etiopía o Abisinia. Agatángelo y Casiano sintieron un mismo pesar e idénticos deseos al oír las tristes nuevas de Etiopía. Sin pérdida de tiempo, escribieron al padre José de Tremblay pidiéndole licencia para dirigirse al teatro de tan lamentables sucesos; y mientras llegaba la respuesta, el padre Agatángelo consiguió, gracias a su hábil intervención en el asunto, que la lucha religiosa de Abisinia cesara momentáneamente. Hizo consagrar obispo de aquel país al monje copto semiconvertido Arminio, que tomó el nombre de Marcos, y con ese nombramiento se calmaron un tanto las pasiones.
Y aquí debe aparecer, como una mancha, el nombre fatídico de Pedro León, cuyo verdadero nombre es Pedro Heyling; astuto, erudito, habla varios idiomas. Llegó a El Cairo con fines aparentemente comerciales; pero es un formidable propagandista de sus errores y un temible enemigo del cristianismo.
Pedro León se hizo monje en el monasterio de San Macario, con la secreta intención de ir más tarde a Etiopía acompañando al nuevo obispo de aquella agitada región. A los pocos meses, el falso monje conseguía ser admitido en la comitiva del prelado y llegar a Etiopía, campo propicio para sus nefandas intenciones. En los últimos días de diciembre de 1637, Agatángelo y Casiano salieron de El Cairo. Apenas se internaron algunos kilómetros, fueron apresados como sospechosos y enemigos de la fe. Su antiguo rival, Pedro León, había preparado astutamente la emboscada, después de hábiles manejos que le hicieron dueño de la situación. Hizo creer al obispo Marcos que el padre Agatángelo venía a desposeerle de su título y de sus derechos episcopales, y consiguió que el Negus Basílides se pusiera en guardia contra una posible revolución provocada por los dos capuchinos.
Después de un mes de cárcel, una orden del Negus los llamó a la ciudad de Gondar para ser juzgados por el supuesto delito de lesa majestad. Allí se encontraron con un nuevo y más terrible tormento: el obispo Marcos, su antiguo protector y amigo, dominado ahora por el infame Pedro León, se declaraba abiertamente adversario de la fe católica y juez inexorable de los dos misioneros. Únicamente podrían verse libres y ser colmados de honores si renegaban de Cristo y de la Iglesia de Roma. Los capuchinos contestaron que no renegarían jamás de su fe.
El juicio, en presencia del emperador y del obispo, ofreció un espectáculo de intenso contraste: de una parte, los dos acusados, cargados de cadenas, demacrados, enfermos, pero llenos de serenidad y de inmutable alegría; enfrente de ellos, el obispo acusador, estallando de cólera en cada palabra, enfurecido hasta la locura, temblando de despecho y de rabia. Mientras tanto, Pedro León no perdía el tiempo: con violentos discursos ante la multitud que esperaba impaciente el resultado del juicio, consiguió que el pueblo se amotinase tumultuosamente y que pidiese a gritos la cabeza del emperador o los cuerpos de los capuchinos.
La sentencia vino a calmar la excitación popular: los dos misioneros habían sido condenados a la horca, por el delito de intentar convertir al pueblo etíope a la fe católica. Al pie de los árboles que habían de servir de horcas, fueron despojados de sus hábitos, quedando medio desnudos y expuestos a las burlas de la multitud. Entonces sucedió un pequeño contratiempo: a los verdugos se les habían olvidado las cuerdas de la horca. Los capuchinos lo notaron, y en un sublime acto de cortesía, ofrecieron sus blancos cordones franciscanos... ¡y con ellos fueron suspendidos de los árboles!
Aquello pareció demasiado al obispo Marcos que estaba presente, y tomando del suelo una piedra, hizo que enmudecieran para siempre aquellas lenguas incansables. Volviéndose después al pueblo, amenazó con la excomunión a todos los que no tiraran por lo menos una piedra contra los cuerpos de los capuchinos. La multitud, como movida por un resorte, obedeció; y en breves momentos, un montón de guijarros fue la sepultura de los dos cadáveres.
Era el día 7 de agosto de 1638. Pedro León había satisfecho sus deseos de venganza; pero Dios le esperaba con su justicia. Pocos meses más tarde, el sanguinario monje moría degollado por orden del Pachá de Suakim. En 1905, Pío X beatificó a Agatángelo de Vendóme, uno de los más notables misioneros del siglo XVII, y a su fiel compañero, Casiano de Nantes.
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