Martirologio Romano: En Nápoles, ciudad de la Campania, en Italia, san Francisco Javier María Bianchi, presbítero de la Orden de Clérigos Regulares de San Pablo, el cual, dotado de carismas místicos, convirtió a muchos a una vida según la gracia del Evangelio.
Natural de Arpino en el seno de una modesta familia. Desde niño, tuvo en su madre un vivo ejemplo de caridad, que acogía en su casa a pobres y enfermos, hasta el punto de casi transformar la casa en un pequeño hospital. Joven seminarista, encontró en Nola a san Alfonso María de Ligorio, quién lo encaminó hacia los barnabitas donde ingresó a pesar de la oposición familiar a que fuera religioso, no así sacerdote; antes había iniciado estudios de Derecho en Nápoles.
Terminados sus estudios de Filosofía en Macerata y Teología en Roma, fue ordenado sacerdote en 1767 y encargado de enseñar en el colegio de Arpino, de donde pasó a Nápoles como profesor extraordinario de Teología en la Real Universidad y como miembro de la Real Academia de Ciencias y Letras, ocupando al mismo tiempo el cargo de prepósito de Santa María in Cosmedín durante 12 años (1773-1785).
Compuso diferentes obras ascéticas y literarias, en italiano y latín, que no llegó a publicar, dedicándose a los más humildes. En la festividad de Pentecostes de 1800 su vida dio un giro, donde tuvo un éxtasis ante el Santísimo y se dedicó a la entrega hacia los pobres, pero pronto su celo apostólico le valió el título de "Apóstol de Nápoles". Su apostolado se desarrolló sobre todo en el confesonario, en una época en que la revolución, la deportación de sacerdotes, todo un caos que hacía tambalear la fe. Dirigió espiritualmente a varios siervos de Dios y a la beata María Francisca de las Cinco Llagas de Nuestro Señor Jesucristo. El Padre Bianchi desde su confesonario provocó conversiones, y atrajo hacia si el odio de las autoridades. "Estad alegres que el Paraiso es nuestro" fue su lema. Se le atribuye a su intercesión la detención de la lava de la erupción del Vesubio de 1804, y entre sus profecías la derrota de Napoleón y el regreso de Pío VII a Roma.
Durante 13 años le aquejó una enfermedad en las piernas que le dejaron paralítico, pero esto no fue óbice para que abandonara su misión en el confesionario. Se dedicó a socorrer a los enfermos y a los pobres; pidió limosna a la puerta de los ricos para ayudar a los indigentes. Fue canonizado el 21 de octubre de 1951 por SS Pío XII.
Durante 13 años le aquejó una enfermedad en las piernas que le dejaron paralítico, pero esto no fue óbice para que abandonara su misión en el confesionario. Se dedicó a socorrer a los enfermos y a los pobres; pidió limosna a la puerta de los ricos para ayudar a los indigentes. Fue canonizado el 21 de octubre de 1951 por SS Pío XII.
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