Martirologio Romano: En Cesarea de Palestina, santos mártires Elías, Jeremías, Isaías, Samuel y Daniel: cristianos de Egipto, por haber cuidado de forma espontánea a los confesores de la fe condenados en las minas de Cilicia, fueron arrestado por el gobernador Firmiliano, bajo el emperador Galerio Maximiano, cruelmente torturados y al final decapitados con la espada. Después de ellos recibieron la corona del martirio Pánfilo sacerdote, Valente diácono de Jerusalén, y Pablo, originario de la ciudad de Jamnia, que pasaron dos años en la cárcel, y también Porfirio, criado de Pánfilo, Seleuco de Capadocia, de alto grado en el ejército, Teódulo, anciano servidor del gobernador Firmiliano, y Julián de Capadocia, que, había regresado en aquel momento de un viaje, después de besar los cuerpos de los mártires, se confesó cristiano y por orden del gobernador fue quemado a fuego lento.
Corría el año 309, durante la persecución de Galerio, cinco egipcios fueron a visitar a los confesores de la fe, condenados a trabajos forzados en las minas de Cilicia. A su regreso les detuvieron los guardias a las puertas de Cesarea. Los cinco confesaron al punto que eran cristianos y declararon el motivo de su viaje. Después de sufrir terribles torturas fueron decapitados. Antes de sufrir martirio, al preguntárseles sus nombres, dieron el de los Profetas.
Pánfilo, vástago de una familia rica y honorable, nació en Berytus (Beirut), en Fenicia. Tras distinguirse en todas las ramas de la enseñanza secular que se impartía en su ciudad natal, se fue a Alejandría para estudiar en la famosa escuela catequética, donde estuvo bajo la influencia de san Pierio, el discípulo de Orígenes. El resto de su vida lo pasó en Cesarea, que por entonces era la capital de Palestina. Allí fue ordenado sacerdote. También allí formó una magnífica biblioteca que se conservó hasta el siglo VII, cuando fue destruida por los árabes. Pánfilo fue el más notable estudioso de la Biblia en su época y el fundador de una escuela de literatura sagrada. Después de salvar infinitas dificultades, de revisar y corregir miles de manuscritos, hizo una traducción de las Sagradas Escrituras más correcta que cualquiera de las que circulaban hasta entonces. Toda la versión fue transcrita por su mano y distribuida por medio de copias que hizo sacar a los alumnos más dignos de confianza de su escuela. La mayoría de las veces, entregó su trabajo gratuitamente puesto que, a más de ser un hombre muy generoso, estaba ansioso por alentar los estudios sagrados.
Como trabajador infatigable, llevó una existencia muy austera y fue notable por su humildad. A sus criados y empleados los trataba como hermanos; entre sus parientes, amigos y particularmente, entre los pobres, distribuyó las riquezas heredadas de su padre. Una vida tan ejemplar tuvo su merecida culminación en el martirio. En el año 308, Urbano, el gobernador de Palestina, lo mandó aprehender, lo sometió a crueles torturas y lo encerró en prisión, por negarse a sacrificar ante los dioses. Durante su cautiverio, colaboró con Eusebio, que tal vez fuera su compañero de prisión, para escribir una «Apología de Orígenes», cuyas obras había copiado y admiraba grandemente.
Dos años después de haber sido detenido, Pánfilo fue llevado ante el gobernador Firmiliano, sucesor de Urbano, para un examen de su causa y un nuevo juicio. En esa ocasión le acompañaban Pablo oriundo de la ciudad de Jamnia, que había pasado dos años en la cárcel, hombre de gran fervor, y Valente, un anciano diácono de Jerusalén que tenía en su crédito haberse aprendido toda la Biblia de memoria. Encontrando a los tres acusados enteramente firmes en su fe, Firmiliano dictó contra ellos la sentencia de muerte. Tan pronto como se dio a conocer el veredicto, Porfirio, fámulo de Pánfilo, abordó resueltamente al juez para pedirle permiso de recoger y sepultar los restos de su maestro. Firmiliano inquirió si también él era cristiano y, al recibir una respuesta afirmativa, mandó que se le diera tormento. A pesar de que sus carnes fueron desgarradas hasta mostrar los huesos y las entrañas, Porfirio no lanzó ni un lamento. Para matarlo, lo quemaron a fuego lento, mientras él invocaba el nombre de Jesús.
Al mismo tiempo, un capadocio llamado Seleuco, y que había sido enrolado en la milicia, proclamó en voz alta el triunfo de Porfirio y alabó su constancia, fue condenado a morir decapitado con todos los demás. El tirano estaba enfurecido, que ni siquiera la servidumbre de su casa escapó a su cólera; por un simple informe de que el anciano Teódulo, su criado favorito, era cristiano, puesto que había besado el cadáver de uno de los mártires, Firmiliano lo mandó crucificar inmediatamente. El mismo día, en la tarde, por una ofensa similar, un catecúmeno llamado Julián de Cesarea, que se acercó a venerar los cuerpos de los mártires; fue entonces delatado como cristiano y conducido al prefecto que lo condenó a morir a fuego lento. Los otros confesores, Pánfilo, Pablo, Valente y Seleuco murieron decapitados. Sus cadáveres, arrojados por los verdugos en las afueras de la ciudad, fueron respetados por las aves de rapiña y las fieras salvajes, de manera que los cristianos pudieron recogerlos intactos y darles sepultura.
La historia de todos estos santos es de gran interés para todos los especialistas en hagiografía cristiana, por venir narrada de primera mano, por un testigo de la calidad de Eusebio, padre de la historia eclesiástica.
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