(it.: Giovanni il Buono).
Nació en Camogli (Génova, Italia). Las vicisitudes de su historia están indisolublemente entretejidas con la leyenda. Un anónimo autor afirma que Juan nació el seno de una familia noble del valle de Recco, y esto podría ser una explicación de la antigua rivalidad acerca de su ciudad natal. Ya de niño Juan fue llevado a Milán, donde emprendió los estudios eclesiásticos y fue incardinado en la Iglesia de Milán.
Mientras tanto, después de casi ochenta años de exilio forzoso, Rotario, el famoso rey lombardo, que había invadido incluso la Riviera italiana, acuerda con el clero ambrosiano el regreso del obispo de Milán a su lugar natural (por culpa de las invasiones tuvieron que trasladar la sede ambrosiana a la Liguria). Así fue que Juan, apreciado por todos por su calidad humana y por su inteligencia, en el 641 fue aclamado XXXVIº obispo de Milán, primero en gobernar nuevamente en la restaurada sede episcopal de Lombardía.
Su humildad y su generosidad se convirtieron casi en proverbiales entre la grey confiada a sus cuidados pastorales, que pronto comenzó a llamarlo cariñosa y afectuosamente Juan «el bueno». Un poema lo recuerda así: «Solícito en confortar y consolar a los pobres, alimentar al hambriento, vestir al desnudo, dar de beber al sediento, visitar a los enfermos y los presos, ofrecer hospitalidad a los viajeros. Lleno de gracia, fe y buenas costumbres, agradable a Dios y a los hombres, brilló en sus acciones. Juan se mostraba tan humilde ante todos que, por esa humildad, era difícil discernir si realmente era el obispo».
El único episodio históricamente bien señalado en su vida fue un viaje a Roma que hizo a finales del 649, para asistir a un sínodo convocado por el papa Martín I, que se celebró en la basílica lateranense. Trabajó con éxito contra el arrianismo y el monotelismo.
Murió en Milán después de al menos diez años de episcopado y sus restos mortales fueron sepultados en la actual iglesia de San Miguel in Duomo. Cuatro siglos después el obispo Ariberto reavivó el culto en toda la diócesis, tras el descubrimiento del cuerpo que se creía perdido. Pero fue san carlos Borromeo quien trasladó las reliquias a la catedral, en 1582, y erigió un altar en su honor. En 1951, el beato cardenal Ildefonso Schuster ordenó un nuevo reconocimiento de los restos del santo, que resultó medir 190 centímetros de altura, y los hizo colocar en una nueva urna metálica.
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