Martirologio Romano: En Lima, capital del Perú, san Francisco Solano, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores, que para salvar almas recorrió en todas las direcciones América Meridional, enseñando con palabras y con milagros a los indios y a los mismos colonizadores españoles la novedad de la vida cristiana.

En 1589, en una pequeña flota que conducía el virrey del Perú, Hurtado de Mendoza, se embarcó con un grupo de compañeros que pasaban a América para ser misioneros. Llegaron a Cartagena de Indias y de allí a Panamá. Luego en una frágil nave, cargada de negros, se dirigieron hacia El Callao (Perú). La nave zozobró junto a la isla de Gorgona, frente a Colombia. En grupo fueron llevados a tierra. Solano se quedó el último para auxiliar a todos los esclavos para bautizarlos. Llegaron por fin a las costas del Perú en 1590, y desde allí por tierra a Lima. Se dedicó a obras de apostolado y caridad en hospitales y cárceles. Era a la sazón obispo de Lima, santo Toribio de Mogrovejo.
De allí partieron por malos caminos, a través de los Andes, hacia Tucumán, el Cuzco y la actual Bolivia. Jornadas heroicas y agotadoras. Sólo llevaba algunos libros y un violín. Once años vivió en Tucumán. Realizó una actividad misionera extraordinaria. Aprendió las lenguas indígenas. Los indios le querían como a su rey: Tupá, le llamaba postrándose ante él. Algunos le llamaron “loco”; otros “engañador de indios”. Recorrió las regiones de Rioja, Córdoba, Paraguay, Uruguay, Santiago del Estero y, según algunos, hasta el Gran Chaco. Consiguió muchas conversiones, y dejó testimonio claro de su santidad. Obediente a la voz de Dios, recorrió de nuevo el largo camino que le llevó a Lima. Por humildad no aceptó el cargo de guardián. Lo enviaron a Trujillo y allí se vio obligado a aceptar el cargo.
Otra vez en Lima en el convento de Nuestra Señora de los Ángeles, donde fue guardián, salía por calles y plazas, con un crucifijo en la mano, exhortando a la conversión. Por la noche tuvo que dejar abierta la iglesia, por los muchos que acudían a confesarse. Santa Rosa de Lima le ayudó con sus penitencias. El virrey le pidió moderación. En Lima sus superiores y el virrey tuvieron que amonestarle porque sus palabras conmovían de tal manera al gentío que se suscitaron tumultos. Francisco se retiró a la oración y la contemplación en el convento de San Francisco de Lima, hasta que consumido más por los trabajos que por la edad falleció. Su canonización tuvo lugar en 1726.
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