Martirologio Romano: En Murcia, en España, beata María Ángela Astorch, abadesa de la Orden de las Clarisas, la cual, muy humilde y entregada a las penitencias, daba buenos consejos y ayuda, tanto a las monjas como a los laicos.
Jerónima María Inés, nació en Barcelona, en el seno de una familia acomodada; pronto quedó huérfana de padre y madre y fue confiada al cuidado del ama, bajo el cuidado de sus tutores. A los 7 años fue dada por muerta, pero su hermana Isabel, ya monja, acompañada de la venerable madre Serafina Prat, iniciadora de las capuchinas en Barcelona, oró la santa madre sobre ella y recobró la vida. A los once años, en 1603, ingresó en el convento de las capuchinas, por propia voluntad y recibió el nombre de María Angela. Su maestra de novicias fue tan rígida con ella, que pensó en abandonar la Orden y buscarse otra que le diera más sosiego, pero no lo hizo.
Profesó en 1609, y fue enviada a Zaragoza, para iniciar la fundación de un convento de la nueva Orden. Fue como maestra de novicias y luego vicaria, y por último abadesa. Pero permaneció siempre "correctora de coro", es decir, responsable de la ejecución exacta de las ceremonias y de la dignidad de la recitación del breviario. Al comienzo de su oficio de abadesa obtuvo del papa Urbano VIII la aprobación de las Constituciones de las capuchinas españolas. Consiente de la importancia del conocimiento de la Regla para la santificación de cualquier instituto religioso, insistía para que las hermanas la estudiaran continuamente, y en su monasterio se leía públicamente al principio del mes, para que también las analfabetas la pudiera aprender. En las conferencias espirituales hablaba tan bien y con tanta unción que, en cierta ocasión, un obispo se lamentaba de que no fuera... sacerdote. Era una madre que no ahorraba esfuerzo, pronta a todos los trabajos, en la cocina, en la lavandería, en la enfermería, en la huerta.
A quien le preguntaba por qué lo hacía, respondía: Porque para vosotras daré incluso la vida. Compartía con los pobres las limosnas del monasterio y socorría generosamente a los necesitados con lo poco que había en casa. Cuando Zaragoza fue invadida de pobres andrajosos, que venían de la rebelión de Cataluña, distribuyó entre algunas pobres mendigas los vestidos que las novicias habían traído de la vida seglar. Su espiritualidad se fue haciendo cada vez más profunda, una espiritualidad toda bíblica y litúrgica. Todos los misterios de Cristo y de María, de los ángeles y los santos encontraba eco profundo en su corazón, con visiones e iluminaciones superiores.
En el monasterio de Zaragoza vivió unos treinta años. La comunidad había crecido en número y calidad, y ya el espacio resultaba insuficiente. El deseo de Ángela de propagar la Orden se realizó a consecuencia de una salvajada sacrílega, cometida en Barcelona por alguna facción de las tropas de Luis XIV, que habían profanado algunas iglesias. Un piadoso canónigo, Alejo de Boxadós, pensó erigir un monasterio de clarisas con el título reparador de "Exaltación del Santísimo Sacramento", y se puso en contacto con las capuchinas. El 2 de junio de 1645 cinco hermanas, guiadas por madre Ángela Astorch, con el canónigo, se pusieron en camino rumbo a Murcia. También en esta ocasión el viaje fue desastroso: el cochero, dormido, cae bajo las ruedas del carruaje. La fe de las hermanas le hicieron volver en sí y pudieron seguir. Una solemne procesión inauguró el nuevo monasterio de Murcia, dedicado al Santísimo Sacramento, en armonía con los sentimientos de la beata Ángela, que en la Eucaristía veía recapitulada toda la cristología. Y logró introducir entre sus religiosas la práctica de la comunión diaria.
El monasterio llegó a ser un centro de espiritualidad. Durante la peste que se propagó en 1648, las religiosas salieron incólumes, como fueron igualmente preservadas de las periódicas inundaciones del río Segura en 1651, si bien es cierto que el monasterio tuvo mucho que sufrir. Las religiosas hubieron que refugiarse en una residencia veraniega de los jesuitas, en la montaña, por trece meses, a la espera de que el monasterio fuera restaurado. Vueltas a casa el 22 de septiembre de 1652, un año después hubieron de acudir a la residencia del monte por motivo de nueva inundación. Entonces una acusación difamatoria, propagada por una mujerzuela, puso a prueba a la beata; pero pronto fue reconocida su inocencia.
Escribió una autobiografía llamada el “Discurso de su vida”. Fue una mística, gran lectora de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres. Vuelta, finalmente, a su monasterio de Murcia, continuó con su oficio de abadesa hasta 1661. Ya, entrando en sus 70 años, habría querido retirarse toda "sola con el Solo". Obtuvo la gracia de quedar inhábil para el desempeño de trabajos y así poder darse totalmente a la vida contemplativa. A mediados de noviembre de 1665, después de padecer algunos ataques epilépticos, recobró memoria e inteligencia. Pero era el final. Se sentía en la cruz. Cantaba algunas veces el “Pange lingua”, en espera de su "esposo de sangre". El cual, de hecho, vino a recogerla cuando ella contaba 75 años. Fue beatificada por san Juan Pablo II el 23 de mayo de 1982.
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