Heliodoro Ramos (1915-1936), nació en Monleras, Salamanca. Tras pasar cuatro años con los Dominicos, pidió entrar en la Congregación Salesiana y fue recibido en el seminario de Carabanchel Alto. Pero, vistas sus dificultades en los estudios, los superiores le aconsejaron que se preparara para ingresar como coadjutor. De allí pasó al noviciado de Mohernando (Guadalajara) donde profesó en 1936.
El mismo día de la profesión, 23 de julio de 1936, la casa de Mohernando fue asaltada y ocupada por milicianos. El 2 de agosto, Heliodoro fue recluido junto con el director, el beato don Miguel Lasaga, y cinco jóvenes profesos más, en la cárcel de Guadalajara, donde se preparó a la muerte, y con todos ellos, fue fusilado la noche del 6 de diciembre de 1936.
Miguel Lasaga (1892-1936), nació en Murguía, Álava. Hizo el noviciado en Carabanchel, donde profesó como salesiano en 1912. El presbiterado lo recibió en Barcelona en 1921. El primer año de sacerdocio estuvo destinado en Turín, como encargado del “Boletín Salesiano” en lengua española. De allí fue enviado a Perú. Habiendo regresado a España en 1928, estuvo en la casa de Atocha. En 1930 fue destinado a la casa de Mohernando (Guadalajara), siendo nombrado director en 1934.
Don Miguel y los seis jóvenes salesianos que le acompañaron en el martirio, ingresaron en la cárcel de Guadalajara, el día 2 de agosto de 1936. Durante los cuatro meses que permanecieron allí, él y los jóvenes salesianos, lograron hacer germinar una comunidad en pequeño dentro de la prisión, aún estando diseminados por galerías distintas.
El día 6 de diciembre de 1936 un bombardeo fue el pretexto utilizado para desencadenar la tragedia. El gobernador civil concedió explícitamente su anuencia y el ejército republicano colaboró directamente en la masacre. De este modo, la turba armada se desparramó por todas las dependencias de la cárcel e inmediatamente comenzaron los fusilamientos en masa que se prolongarían hasta altas horas de la noche.
Según la crónica de don Higinio Busons, un preso que logró escapar de los fusilamientos, don Miguel Lasaga se había sentado en una cama desde el momento en que se produjeron las primeras descargas. Cuando los demás presos de su grupo empezaron a dispersarse con precipitación, se levantó y los contuvo con un ademán y breves palabras: “Bueno, amigos, dijo, esperen ustedes un momento, que les voy a dar la absolución”. Seguidamente, don Miguel tornó a su postura de antes, acompañado ahora por un joven salesiano que estaba con él en la misma galería.
Los asesinatos continuaron hasta avanzada la tarde. Los milicianos subían y bajaban por dormitorios y galerías. Disparaban a quemarropa, acribillaban a los refugiados en las dependencias o los empujaban al patio para ejecutarlos. Así hasta las tres de la madrugada que acabó la descomunal masacre.
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